Robert Doisneau nació en París en 1912, y jamás abandonó la ciudad de la luz. Desde pequeño caminaba por las calles de la ciudad de la luz para confirmar la existencia del universo cotidiano que tanto amaba.
Entró en la fotografía de manera autodidacta, ya que su trabajo de litógrafo no le permitía plasmar todo lo que sus ojos querían fijar, aunque hizo, entre otras cosas, una etiqueta para un vino de Burdeos.
En su familia se avergonzaban con su idea de ser fotógrafo. Le presentaban a las amistades como estudiante de grabador o incluso pianista. Él prefería mirar al vendedor de castañas que pintar o grabar una y otra vez los bustos de los emperadores muertos que le enseñaban en la escuela.
Lo único que le quedó de sus profesores es mirar todo con lupa, hasta el último detalle. De hecho, observar las cosas con detalle es lo que le hizo disparar tantas veces en el momento justo.
Empezó como fotógrafo publicitario, pero la guerra le llevó a colaborar con la Resistencia. Una vez terminada la locura de las batallas, se dedicó a la moda, gracias a un contrato de la revista Vogue, puesto que le sirvió para hacerse amigo de la alta sociedad.
Pero no se sentía cómodo en ninguno de estos ambientes tan rimbombantes y estirados. Añoraba la calle, donde pasan las cosas que de verdad importan, donde los niños juegan y los jóvenes se ven por primera vez. La prueba de ello es que ninguna de las fotografías de esta época ha pasado a la historia.
El estilo de Robert Doisneau
Empezó a mirar con una cámara de madera, trípode y un paño negro que no tenía, para su desgracia, el poder de la invisibilidad. Más tarde se hizo con una Rolleiflex alemana. Por aquella época se popularizó en París una máquina que sacaba un negativo de 24×36, que él, a pesar de todo, tardó en tener. Si hubiera que retratarle junto a una cámara sería con la de 6×6 cm.
Doisneau buscaba lo fantástico social en París,
ese teatro en el que pagamos la entrada con el tiempo perdido
como solía decir. París era su mundo y no necesitaba nada más. Eso sí, siempre salía con la cámara al hombro al encuentro de la realidad:
Quise, sucesivamente, reproducir fielmente la epidermis de los objetos, descubrir los tesoros escondidos que pisamos a diario, seccionar el tiempo en fragmentos tenues, frecuentar gente estrafalaria y buscar lo que hace entrañables algunas imágenes.
Durante el Plan Marshall, el plan de rehabilitación de la vieja Europa a manos de los norteamericanos, la fiesta de la vida comenzaba de nuevo. Había dinero para levantar los edificios destruidos por las bombas, y el día ya no era el tiempo que se dedica a buscar comida, sino una oportunidad para ser feliz una vez más.
La revista Life quería reflejar este nuevo espíritu, y encargó a una agencia un reportaje sobre los enamorados. Llamaron a nuestro fotógrafo. Como el trabajo corría cierta prisa, pidió a dos estudiantes, una joven pareja de enamorados, que posaran para él.
El bullicio del fondo, la gente pasando indiferente porque llega tarde, y una pareja que se detiene para besarse, sin importarles otra cosa que ellos mismos. Es la viva imagen del amor, como todos nos lo imaginamos o deseamos que nos pase.
Los dos estudiantes aceptaron encantados. Tan solo tenían que andar por París besándose (a quién no le gustaría), mientras el eterno paseante les enfocaba y atrapaba. Y llegó el momento mágico de nuestro pescador: el bullicio del fondo, la gente pasando indiferente porque llega tarde, y una pareja que se detiene para besarse, sin importarles otra cosa que ellos mismos. Es la viva imagen del amor, como todos nos lo imaginamos o deseamos que nos pase.
Esta foto de 1950 no fue un icono hasta 1986, cuando hacen un cartel con ella. Desde entonces, Doisneau estuvo marcado por una imagen que nunca le gustó y que al final tuvo que confesar que estaba preparada, a raíz de un juicio que montó una persona que quería sacar tajada de la fama.
Aquella triste historia terminó con la magia de una fotografía mítica, que todavía sigue adornando las paredes de los idealistas y gente de buen gusto, que reconocen el buen hacer de los artesanos.
Nuestro fotógrafo no quería forzar los momentos, prefería encontrárselos; lo único que deseaba era pescar en una atmósfera tejida de sueños. Y en ese instante detenido fue mentira. La foto con la que ha pasado a la posteridad no tiene nada que ver con el modo de trabajar de Robert Doisneau. Una triste ironía. Fuera la teatralidad, viva la naturalidad.
No hay nada como que te coloquen el cartel de mito para que todo dios diga ¡oooooohhhhhhh¡
Buenas…
Normalmente los mitos aguantan en el tiempo. Y es muy fácil dejarlos caer