Sergio Larraín es uno de los grandes fotógrafos chilenos de la historia envuelto en el misterio. Un día de finales de los 60 decidió retirarse para siempre de la fotografía y vivir como un ermitaño en su tierra chilena, ¿Por qué? La leyenda dice que fue sentenciado a muerte por la mafia siciliana a raíz de un reportaje para Magnum; pero parece que la historia más fidedigna es por entrar en contacto con corrientes esotéricas. De todas formas fue un grande que, entre otras cosas, inspiró a Cortazar para escribir su relato Las babas del diablo, que inspiró a su vez la película de Antonioni Blow up.
Pero una de las cosas más hermosas que hizo fue escribir una carta a su sobrino cuando éste le comunicó su deseo de ser fotógrafo y le preguntó cómo podía conseguirlo. Transcribo la carta que descubrí gracias a Jose Manuel Navia en el curso que hice este verano con él y su equipo:
“Miércoles, lo primero de todo es tener una máquina que a uno le guste, la que más le guste a uno, porque se trata de estar contento con el cuerpo, con lo que uno tiene en las manos y el instrumento es clave para el que hace un oficio. Y que sea el mínimo, lo indispensable y nada más.
Segundo, tener una ampliadora a su gusto, la más rica y simple posible. En 35 mm. la más chica que fabrica Leitz es la mejor, te dura para toda la vida.
El juego es partir a la aventura como un velero, soltar velas. Ir a Valparaíso o a Chiloé, o por las calles todo el día, vagar y vagar por partes desconocidas y sentarse cuando uno está cansado bajo un árbol, comprar un plátano o unos panes. Y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque [tincar: presentir, tener una corazonada] y mirar, dibujar también, y mirar, salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, dejarse llevar por el gusto, mucho ir de una parte a otra por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes, como apariciones, las tomas.
Luego que has vuelto a la casa, revelas, copias y empiezas a mirar lo que has pescado, todos los peces, y los pones con su scotch al muro. Los copias en hojitas tamaño postal y los miras. Después empiezas a jugar con las eles, a buscar cortes, a encuadrar, y vas aprendiendo composición, geometría, vas encuadrando perfecto con las eles y amplías lo que has encuadrado y lo dejas en la pared. Así vas mirando, para ir viendo. Cuando se te hace seguro que una foto es mala, al canasto al tiro. La mejor la subes un poco más alto en la pared. Al final guardas las buenas y nada más; guardar lo mediocre te estanca en lo mediocre. En el tope nada más lo que se guarda, todo lo demás se bota, porque uno carga en la psiquis todo lo que retiene.
Luego haces gimnasia, te entretienes en otras cosas y no te preocupas más. Empiezas a mirar el trabajo de otros fotógrafos y a buscar lo bueno en todo lo que encuentres: libros, revistas, etc. y sacas lo mejor, y si puedes recortar, sacas lo bueno y lo vas pegando en la pared al lado de lo tuyo. Y si no puedes recortar, abres el libro o la revista en las páginas de las cosas buenas y lo dejas abierto en exposición. Luego lo dejas semanas, meses, mientras te dé. Uno se demora mucho en ver, pero poco a poco se te va entregando el secreto y vas viendo lo que es bueno, y la profundidad de cada cosa. Sigues viviendo tranquilo, dibujas un poco, sales a pasear, y nunca fuerces la salida a tomar fotos, porque se pierde la poesía, la vida que ello tiene se enferma. Es como forzar el amor o la amistad, no se puede.
Cuando te vuelva a nacer puedes partir en otro viaje, otro vagabundeo a Puerto Aguirre, puedes bajar el Baker a caballo hasta los ventisqueros desde Aysén. Valparaíso siempre es una maravilla, es perderse en la magia, perderse unos días dándose vueltas por los cerros y calles y durmiendo en saco de dormir en algún lado en la noche. Y muy metido en la realidad, nadando bajo el agua; que nada convencional te distraiga. Te dejas llevar por las alpargatas lentito, como si estuvieras curado, por el gusto de mirar, canturreando. Y lo que vaya apareciendo lo vas fotografiando ya con más cuidado. Algo has aprendido con el componer y cortar, ya lo haces con la máquina. Y así se sigue, se llena de peces la carreta y vuelves a la casa. Aprendes foco, diafragma, primer plano, saturación, velocidad, etc. Aprendes a jugar con la máquina y sus posibilidades. Y vas juntando poesía, lo tuyo y lo de otros. Toma todo lo bueno que encuentres bueno de los otros, hazte una colección de cositas óptimas, un museíto en una carpeta. Sigue lo que es tu gusto y nada más, no le creas más que a tu gusto; tú eres la vida y la vida es la que se escoge. Lo que no te gusta a ti, no lo veas, no sirve; tú eres el único criterio, pero ve de todos los demás.
Vas aprendiendo. Cuando tengas unas fotos realmente buenas, las amplías, haces una pequeña exposición o un librito, lo mandas a empastar. Y con eso vas estableciendo un piso; al mostrarlas te ubicas de lo que son según las veas frente a los demás, ahí lo sientes. Hacer una exposición es dar algo, como dar de comer. Es bueno para los demás que se les muestre algo hecho con trabajo y gusto. No es lucirse uno, hace bien, es sano para todos. Y a ti te hace bien porque te va chequeando.
Bueno, con esto tienes para comenzar. Es mucho vagabundeo, estar sentado debajo de un árbol en cualquier parte. Es un andar solo por el universo. Uno nuevamente empieza a mirar. El mundo convencional te pone un biombo; hay que salir de él durante el periodo de fotografía.”
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